¿Por qué necesitamos acelerar las partículas hasta casi la velocidad de la luz?

Desde hace un siglo, los científicos han estado acelerando partículas en laboratorios y haciéndolas chocar entre sí. Pero, ¿por qué? Esto se debe a dos de los principios más fundamentales de la física moderna: el principio de incertidumbre de Heisenberg y la equivalencia entre materia y energía, descubierta por Albert Einstein.

Los aceleradores de partículas han permitido el increíble nivel de detalle con el que hemos sondeado la física de los bloques más pequeños y fundamentales de nuestro universo. Durante casi un siglo, estas máquinas han ido ganando en potencia y complejidad, aunque el objetivo principal era siempre el mismo: acelerar distintas partículas hasta la velocidad más alta posible. 

Estas partículas podían ir desde electrones o protones hasta iones ligeros de diferentes átomos. En cada caso se podrían utilizar para estudiar unas propiedades diferentes de la materia, pero era imprescindible conferirles tanta energía como el aparato permitiera. Esto no es por casualidad y la necesidad viene de una de las consecuencias más fundamentales de las leyes cuánticas que rigen el comportamiento de estas partículas. Pero eso no lo hemos sabido siempre.

Así imagina la inteligencia artificial el interior de un acelerador de partículas. Foto: Dalle-3 | José Luis Oltra

La naturaleza no era suficiente

En los primeros días de la física de partículas experimental, los científicos se valían de fuentes naturales de radiación para estudiar la estructura de la materia. Utilizando la desintegración de algunos átomos radiactivos, Ernest Rutherford pudo por ejemplo sondear la estructura interna del átomo, descubriendo que la mayor parte de su masa se concentraba en una región central muy pequeña. Utilizando los rayos cósmicos que alcanzan la Tierra provenientes de más allá de la Vía Láctea, pudieron descubrirse partículas como el muón o el pión. Sin embargo, estos métodos tenían limitaciones evidentes en cuanto a la energía y precisión que permitían alcanzar. A medida que la física de partículas avanzaba, se hizo evidente la necesidad de controlar y aumentar la energía de las partículas con las que se trabajaba. Así nacieron los aceleradores de partículas.

Estos aceleradores utilizan campos electromagnéticos para impulsar y dirigir las partículas a través de un camino determinado, generalmente un anillo o tubo. Una vez que las partículas alcanzan las energías deseadas, se les hace colisionar con otras partículas, produciendo una miríada de partículas secundarias. Estas colisiones nos permiten sondear las estructuras más íntimas de la materia, revelando respuestas a preguntas fundamentales sobre la naturaleza del universo.

Más energía, más detalle

En física, al querer estudiar detalles cada vez más minúsculos de una estructura, necesitamos energías cada vez mayores. Esto se debe al principio de incertidumbre de Heisenberg, un pilar fundamental de la mecánica cuántica. Simplificando, el principio establece que no podemos conocer simultáneamente la posición y el momento (o la energía) de una partícula con precisión absoluta. Si queremos sondear una región extremadamente pequeña en el espacio, como puede ser un electrón o cualquier partícula subatómica, debemos estar dispuestos a aceptar una gran incertidumbre en la cantidad de movimiento. Esta incertidumbre en la cantidad de movimiento se traduce en energías más altas. Así, al acelerar partículas a energías extremadamente altas, podemos explorar detalles a escalas espaciales cada vez más pequeñas, permitiéndonos investigar la estructura fundamental de la materia a niveles que no son posibles con energías más bajas.

Más energía, más partículas

Por otro lado, estas altas energías nos permiten crear gran cantidad de nuevas partículas. Una de las ecuaciones más famosas del mundo, propuesta por Albert Einstein, nos dice que la energía y la masa son equivalentes y están relacionadas por el cuadrado de la velocidad de la luz. En el contexto de los aceleradores de partículas, esto significa que, al colisionar partículas con altas energías, esa energía puede convertirse en masa, dando lugar a nuevas partículas que antes no estaban presentes. Sin embargo, para producir partículas más pesadas, como el quark top o el bosón de Higgs, se necesita una cantidad de energía correspondiente a su masa. Los aceleradores que operan a energías insuficientes no pueden producir estas partículas pesadas, independientemente de cuántas colisiones se produzcan. Por lo tanto, al alcanzar y superar ciertos umbrales de energía, los aceleradores pueden descubrir y estudiar partículas que de otra manera permanecerían ocultas para nosotros.

Una sección del túnel del LHC, el mayor acelerador de partículas del mundo. Foto: Maximilien Brice (CERN)

Desde el desarrollo de los primeros aceleradores de tubo lineal en la década de 1920, que eran máquinas simples pero efectivas para estudiar los núcleos atómicos, hasta el LHC, que ha permitido explorar fenómenos como el bosón de Higgs, la importancia de estos instrumentos es innegable. A través de los años, con cada avance tecnológico, los aceleradores de partículas han permitido a los físicos alcanzar energías cada vez mayores, abriendo ventanas a regímenes de energía previamente inexplorados y permitiendo descubrimientos que han cimentado y a veces revolucionado nuestra comprensión del universo.

Pero estos instrumentos no son solo para descubrimientos de alto perfil. Han desempeñado un papel esencial en la validación y refutación de teorías, guiando a los teóricos en la dirección correcta y a veces presentando más preguntas que respuestas. A día de hoy, los aceleradores de partículas de todo el mundo andan en busca de la conocida como “física más allá del Modelo Estándar”, las evidencias que nos permitirán superar la actual teoría que describe la física de partículas. Al fin y al cabo, esa es la verdadera esencia de la ciencia: un ciclo interminable de pregunta y respuesta, impulsado por herramientas como los aceleradores de partículas, que nos ayudan a desentrañar los misterios del cosmos.