¿Qué nos lleva a sucumbir a los placeres prohibidos?

¿Qué nos dice la neurociencia sobre nuestros impulsos más problemáticos? Con motivo de la publicación de ‘La ciencia del pecado‘ (Pinolia, 2024), escrito por Jack Lewis, te ofrecemos en exclusiva un extracto del primer capítulo.

Jacob de Backer (Amberes, segunda mitad del siglo XVI) – Los siete pecados capitales – La avaricia (hacia 1570) – Museo Nacional de Capodimonte

odos hemos experimentado alguna vez la sensación de hacer algo que sabemos que no deberíamos hacer. Ya sea comer un trozo más de pastel, mirar el móvil mientras conducimos, mentir a nuestra pareja o caer en la pereza y dejar para mañana lo que podríamos hacer hoy. Estas acciones, que a menudo se asocian con los siete pecados capitales, pueden parecer irracionales, inmorales o incluso autodestructivas. ¿Por qué entonces nos resulta tan difícil resistirnos a ellas? ¿Qué nos impulsa a ceder a la tentación?

Para responder a estas preguntas, el neurobiólogo Jack Lewis nos propone un fascinante viaje por el funcionamiento de nuestro cerebro y las bases biológicas de nuestros impulsos más problemáticos. En su libro ‘La ciencia del pecado’, publicado por Pinolia, Lewis explora cómo la evolución, la genética, las hormonas, las emociones y el entorno influyen en nuestro comportamiento y en nuestra capacidad de autocontrol. Con un estilo ameno y divulgativo, el autor nos ofrece una visión científica de los siete pecados capitales, desde la gula hasta la soberbia, pasando por la lujuria, la ira, la envidia, la avaricia y la pereza.

Cada capítulo del libro se inspira en uno de estos pecados y nos revela los últimos descubrimientos en neurociencia sobre sus causas, consecuencias y posibles soluciones. Lewis nos muestra, por ejemplo, cómo la gula está relacionada con el sistema de recompensa del cerebro, cómo la lujuria se activa por el olfato y la vista, cómo la ira se desencadena por la amenaza o la frustración, cómo la envidia nos hace compararnos con los demás, cómo la avaricia nos hace acumular más de lo que necesitamos, cómo la pereza nos ayuda a ahorrar energía y cómo la soberbia nos hace sentir superiores o inferiores.

Además de explicarnos la ciencia detrás de cada pecado, Lewis nos ofrece consejos prácticos y estrategias para gestionar mejor nuestros impulsos y mejorar nuestra salud, nuestra felicidad y nuestra productividad. El autor nos invita a reflexionar sobre nuestro propio comportamiento y a tomar conciencia de las tentaciones que nos rodean, especialmente en una sociedad cada vez más estimulante, personalizada y adictiva. Con ‘La ciencia del pecado’, Lewis nos ayuda a comprendernos mejor a nosotros mismos y a los demás, y nos anima a decir “no” más a menudo, especialmente en las situaciones más difíciles de resistir.

Al principio, escrito por Jack Lewis

En los siglos anteriores a la Ilustración, movimiento que nos trajo el método científico y las respuestas basadas en pruebas a las preguntas de la humanidad, los líderes de opinión eran invariablemente hombres de convicciones religiosas o filosóficas. Estos hombres compartían el interés por la observación minuciosa del comportamiento humano y hacían todo lo posible, dados los limitados recursos disponibles, por encontrar respuestas a preguntas difíciles sobre cómo deberíamos vivir nuestras vidas, la naturaleza del universo, el propósito de la existencia, qué nos espera después de la muerte, etc. reflexionaron largo y tendido sobre el problema de lo que constituye una vida «buena» frente a una vida «mala» y, en conjunto, hicieron un buen trabajo al identificar los aspectos de la naturaleza humana que causan problemas sociales y los que promueven una buena calidad de vida. 

Los filósofos buscaban su inspiración en el interior, estableciendo verdades absolutas mediante repetidas iteraciones de deducción y poniendo a prueba sus conclusiones a través del debate con personas de ideas afines. por su parte, los religiosos buscaban inspiración en el mundo exterior, observando el cielo con el fin de encontrar la orientación divina. los filósofos tenían un doble sistema de etiquetado: los buenos comportamientos se denominaban virtudes, y los que conducían a malos resultados, vicios. Sin embargo, las religiones mundiales de mayor éxito tendían a centrarse en los comportamientos prohibidos —los que se consideraba que distraían de una apreciación plena de Dios—, marcándolos como pecados. Y la lista de pecados tendía a crecer, crecer y crecer. 

San Gregorio Magno —papa desde el año 590 al 604 d. C.— no solo nos regaló las delicias del canto gregoriano, sino que también tuvo la amabilidad de tomarse la molestia de reunir los siete pecados capitales. Su particular lista de los vicios capitales ha sido elegida como base para la exploración en este libro de las posibles observaciones de la ciencia a la cuestión del pecado por tres razones principales. 

En primer lugar, el cristianismo es el sistema de creencias con el que estoy más familiarizado, una consecuencia de haber vivido mi infancia en el oeste de Londres en los años ochenta y noventa. A pesar de haber nacido en una familia atea y agnóstica, acabé cantando muchos himnos durante mi infancia. Las asambleas matutinas diarias de la escuela primaria y secundaria de la Iglesia de Inglaterra lo exigían, y de joven incluso elegí cantar en el coro de la iglesia local por voluntad propia. Nunca me creí las historias que escuché2 durante las muchas horas que pasé en aquella cámara de culto perpetuamente fría e impregnada de incienso, pero estaba agradecido por haber sido aceptado en el redil y por la oportunidad de cantar con regularidad. De hecho, algunos de los momentos más trascendentales de mi vida ocurrieron mientras cantaba canciones religiosas en las que no creía, como una voz entre muchas, durante mi introducción al sistema de creencias cristiano. Me dio una auténtica visión de primera mano de lo eficaz que puede ser la religión para hacer que la gente se sienta parte de una comunidad. 

En segundo lugar, el septeto pecaminoso tiene la ventaja de ser ampliamente familiar para personas pertenecientes a muchos contextos diferentes, gracias en gran parte al thriller de asesinos en serie de 1995 Se7en, protagonizado por Brad Pitt, Morgan Freeman, Gwyneth Paltrow y Kevin Spacey. Los siete pecados capitales son generalmente reconocibles para la mayoría de la gente, incluso para los nacidos en culturas donde el cristianismo no es la religión preferente, aunque a la mayoría le cuesta nombrarlos todos. Adelante. Inténtalo. Sin mirar. 

En tercer lugar, el número siete es científicamente propicio. En lo que respecta a las limitaciones de la memoria de trabajo humana, el siete es una especie de «número mágico». De hecho, un artículo de psicología publicado en 1956 y escrito por George A. Miller, de la Universidad de Princeton, se titulaba «El número mágico siete, más o menos dos». En él se presentaban pruebas de que, por término medio, el cerebro humano tiene dificultades para retener simultáneamente más de siete datos en la mente. Esto sugería que había pocas posibilidades de que una persona normal pudiera retener diez instrucciones distintas en su cabeza en un momento dado, como los diez mandamientos, por ejemplo. Es posible que el papa Gregorio Magno se adelantara a este descubrimiento en más de un milenio cuando redujo las diversas tentaciones pecaminosas del ser humano a un número mucho más manejable.

Analizaremos las posibles causas neurológicas de comportamientos que encajan más o menos en el molde de cada vicio capital. una y otra vez veremos que, con moderación, cada una de las siete tentaciones humanas más comunes es una parte perfectamente aceptable, si no totalmente necesaria, de nuestro repertorio de comportamientos. Si se suprimieran por completo, es muy posible que nuestra especie nunca hubiera sobrevivido. 

El orgullo, por ejemplo, puede tener consecuencias sanas o malsanas según cómo se manifieste en una persona. Ser demasiado egocéntrico es una actitud molesta para los demás, pero no sentirse orgulloso de lo que uno hace también puede acarrear problemas. Está claro que un toque de lujuria es vital para la perpetuación de la especie, pero, cuando permitimos que la libido domine todas las decisiones, esto nos puede causar un gran sufrimiento. La gula permitió que nuestros antepasados cazadores-recolectores sobrevivieran a períodos de escasez de alimentos, pero ahora la lacra de la obesidad atenta contra nuestra calidad de vida e inluso nos está matando en masa. La pereza es una fuerza del mal cuando anima a la gente a eludir sus obligaciones, pero en otras ocasiones es vital, ya que nos permite recuperarnos de la enfermedad, o incluso evitar que esta se desarrolle. Incluso la envidia, la codicia y la ira tienen componentes benignos y malignos. 

La descendencia de las especies

Desde las épocas de los diversos profetas cuyas palabras engendraron las religiones más populares e influyentes del mundo, el conocimiento de la humanidad se ha expandido exponencialmente. Uno de los hitos clave fue la comprensión del auténtico origen de la vida, un conocimiento basado en pruebas. Ningún ser humano original del tipo de Adán y Eva aterrizó jamás, completamente formado, en la Tierra de la mano de un dios todopoderoso y omnisciente. La humanidad surgió a través de un proceso mucho más gradual. El principal avance en nuestra comprensión consistió en darnos cuenta de que el modelo de los organismos biológicos (el ADN) se transmite de padres a hijos, y cuando este material genético se copia, combina y transmite de una generación a la siguiente, inevitablemente se cometen pequeños errores. Por lo general, estos errores no afectan a las perspectivas de supervivencia del organismo, pero a veces sí. Cuando uno de estos cambios inevitables y accidentales proporciona a la descendencia una ventaja sobre sus competidores, el paquete de ADN reescrito tiene más posibilidades de transmitirse a través de las generaciones sucesivas. 

Como consecuencia de muchos de estos errores genéticos fortuitos acumulados durante períodos de tiempo inimaginablemente largos, las jirafas acabaron teniendo cuellos enormemente alargados, lo que les permitía alcanzar las ramas altas que eran inaccesibles para otros animales; los pinzones de Darwin obtuvieron sus picos especializados, que les permitían acceder a alimentos que otras aves de las islas Galápagos no podían conseguir, y los humanos terminamos caminando sobre dos piernas en lugar de a cuatro patas, una modificación del código genético de los primates que resultó ser inestimable para recorrer largas distancias y liberar nuestras manos para poder utilizar herramientas. Esto mejoró enormemente nuestra capacidad para cazar y, a su vez, nuestras posibilidades de sobrevivir lo suficiente como para transmitir esos genes bípedos. Este es el proceso por el que, a lo largo de millones de años, la evolución forjó gradualmente a los humanos a partir de antiguas criaturas marinas. Los Homo sapiens no somos más que una maraña fortuita de ADN mal copiado que pasó a conferirnos unas capacidades cerebrales excepcionales. 

Caminar erguidos sobre dos piernas fue solo el principio. Hace entre 350 000 y 200 000 años, la superficie del cerebro de nuestros antepasados empezó a expandirse, de generación en generación, a un ritmo más rápido que nunca. El aumento de tamaño del córtex prefrontal, situado en la parte frontal del cerebro, detrás de nuestras abultadas frentes, empezó a dar soporte a un repertorio de comportamientos más amplio que el de otros animales de nuestro tamaño. Nos permitía pensar de forma más creativa, comunicarnos y cooperar entre nosotros de maneras más sofisticadas, predecir el futuro con mayor exactitud y, en última instancia, averiguar cómo adaptar el entorno a nuestra voluntad. Pero un cerebro más grande significaba una cabeza más grande, lo que planteaba un gran problema. 

Los únicos bebés de cerebro grande que nacieron vivos fueron los que abandonaron el útero materno antes de lo normal (para un primate de nuestro tamaño y complejidad). El cerebro de un bebé humano duplica su tamaño durante el primer año de vida. ¿Te imaginas que eso ocurriera dentro del cuerpo de la madre? Una salida prematura podría salvar la vida de la madre y del niño, pero dejaría a nuestros recién nacidos increíblemente indefensos. En comparación con nuestros primos primates no humanos, nuestras crías tardan muchos más años en desarrollar las habilidades básicas necesarias para sobrevivir. Cuanto más tiempo dependen las crías de los adultos para sobrevivir, mayor es la presión para que desarrollen habilidades sociales que les permitan llevarse bien con los demás durante largos períodos de tiempo. Muchas especies animales cooperan en grupo, pero la habilidad única que permitió a nuestra especie dominar finalmente todo el planeta fue la capacidad de colaboración flexible con un gran número de individuos, tanto con extraños como con parientes. 

La aparición de diversas especializaciones cerebrales que facilitan la colaboración eficaz a largo plazo con los demás puede explicarse por un bucle de retroalimentación positiva. nuestro cerebro más grande nos hizo necesitar la cooperación de los demás para sobrevivir a los muchos años de vulnerabilidad hasta que finalmente alcanzamos la madurez sexual y pudimos transmitir los genes a la siguiente generación, pero el cerebro más grande también nos proporcionó los medios —en términos de espacio cerebral adicional— para apoyar las sofisticadas habilidades sociales que nos permitieron llevarnos bien con muchos individuos diferentes durante períodos de tiempo tan largos. El ciclo dio vueltas y vueltas durante cientos de generaciones hasta que nuestro cerebro acabó siendo tres veces mayor que el de nuestros primos chimpancés y bonobos, a pesar de compartir con ellos el 98,5 % de nuestro ADN. 

Beneficios de un cerebro más grande

Esta capacidad cerebral adicional proporcionó a nuestros antepasados la potencia de aprendizaje necesaria para desarrollar todo tipo de habilidades únicas nunca vistas antes en la Tierra. El lenguaje, por ejemplo, mejoró la capacidad de nuestros antepasados para formar grupos relativamente grandes y estables que podían cooperar entre sí a largo plazo, y también facilitó enormemente la acumulación y el intercambio de conocimientos. El habla no solo permitió que los lazos sociales se cimentaran a través del cotilleo, en sustitución del acicalamiento físico que ocupa la mayor parte del tiempo libre de nuestros primos chimpancés y bonobos, sino que también aceleró enormemente el desarrollo y la adquisición de todo tipo de nuevas habilidades y conocimientos. 

En un mundo sin lenguaje, los chimpancés pueden aprender a utilizar herramientas —como cascanueces y esponjas de musgo— simplemente observando el ejemplo de otros. Pero la capacidad de usar palabras para guiar a un aprendiz ofrece un mayor grado de flexibilidad y matiz, lo que permite transmitir habilidades más sofisticadas de un humano a otro. 

Tras muchos miles de años de caza y recolección, nuestros antepasados cambiaron las lanzas, las hondas, los arcos y las flechas que utilizaban para obtener alimento por palas, guadañas y arados. La invención de la agricultura y la ganadería proporcionó un suministro más constante de alimentos, y eliminó la necesidad de desplazarse periódicamente en busca de nuevos recursos. La adopción de un estilo de vida más estático lo cambió todo. Cuando los humanos se vieron obligados a permanecer en el mismo lugar generación tras generación, empezaron a utilizar sus cerebros sobredimensionados para encontrar formas de gestionar sus recursos. Por ejemplo, ¿por qué utilizar a los animales únicamente para obtener carne y ropa cuando también podían emplearse para tirar del arado? Con el uso de bestias de carga, sistemas de irrigación y otras innovaciones que aumentaban la productividad de una gama cada vez mayor de cultivos, llegaron los excedentes. Con la acumulación de excedentes (que sus antepasados nómadas nunca habrían podido llevar consigo) surgió la necesidad de encontrar sistemas de almacenamiento, contabilidad, distribución y todo tipo de inventos. Esto preparó el terreno para la aparición de las ciudades y las civilizaciones. Volvamos al principio: al caballo le siguió el vapor, al gas y a los combustibles líquidos, la electricidad y, finalmente, la energía nuclear. Antes de que nos diéramos cuenta, en un abrir y cerrar de ojos histórico, nos encontramos abandonando nuestras herramientas para entrecerrar los ojos ante las pantallas de nuestros omnipresentes ordenadores personales y teléfonos inteligentes.

Podría decirse que la característica más increíble del cerebro humano es su fenomenal capacidad para adaptarse a las presiones de cualquier entorno en el que se encuentre, ya sea natural o construido. La neuroplasticidad describe el proceso por el cual cualquier cosa que hagamos de forma regular e intensiva, y que mantengamos durante largos períodos de tiempo, induce cambios físicos en el tejido de nuestro cerebro. Estos cambios nos permiten realizar las actividades que hemos estado practicando con mayor eficacia la próxima vez. Este es el proceso por el que perfeccionamos nuestras habilidades a base de ensayo y error, y producimos cerebros capaces de moldear el entorno local de formas cada vez más sofisticadas. Podemos construir todo tipo de estructuras útiles en la tierra, bajo el agua, en el espacio; podemos desviar ríos, abrir agujeros en montañas y mucho más. A su vez, los entornos en los que habitamos moldean nuestros cerebros, y esos cerebros adquieren habilidades que nos permiten volver a moldear el entorno, y estos nuevos entornos moldean aún más nuestros cerebros, y así sucesivamente. 

Lo que hay que tener en cuenta es que ninguna de las innovaciones logísticas, de ingeniería, científicas, financieras y arquitectónicas que nos han permitido, colectivamente, moldear la superficie de nuestro planeta para adaptarla a nuestras necesidades habría sido posible sin desarrollar antes las especializaciones del cerebro humano que permiten la interacción social a gran escala. Para lograrlo, nuestro cerebro tuvo que especializarse en leer entre líneas cuando se trataba de entender a otras personas, dándonos la capacidad de percibir sus estados de ánimo, intenciones y motivos ocultos. Nuestro repertorio emocional se amplió para ayudarnos a modular nuestro comportamiento de forma que buscáramos el equilibrio entre nuestras necesidades egoístas y las de los demás. Cuando lo conseguimos, nos aseguramos la pertenencia a largo plazo a grandes grupos cooperativos (denominados InGroup) que iban más allá de la familia. Al principio, el objetivo fundamental de estos grupos era proporcionar seguridad para protegerse de diversas amenazas. los peligros ocasionados por el hambre, los depredadores y los ataques de competidores humanos (a los que nos referimos como OutGroup) eran mucho más fáciles de sortear trabajando juntos. 

Cuanto más grande es el grupo, mayores son los beneficios, hasta cierto punto. Las comunidades humanas tienden a ser relativamente estables cuando están compuestas por alrededor de 150 personas. Este parece ser el tamaño óptimo para un grupo cooperativo de humanos tanto en todo el mundo como a lo largo de la historia. Se cree que refleja las limitaciones de la cantidad de información social que puede almacenar el cerebro humano, no solo sobre sus propias relaciones, sino también sobre las de los demás. Nuestra capacidad para mantener grupos cooperativos más grandes que cualquier otro primate se debe probablemente a nuestra facultad para aprender no solo de nuestra propia experiencia personal, sino también de las experiencias de otras personas. Incluso con la ventaja de los cotilleos para hacer circular información sobre la reputación de otras personas y potenciar nuestras capacidades sociales, si un grupo tiene más de 150 miembros, acabamos perdiendo la pista de quién es quién. Eso hace que mantener la armonía social dentro del grupo sea mucho más difícil. Para que las cooperativas humanas se mantuvieran estables con poblaciones de más de 150 personas tuvimos que inventar a Dios (o a los dioses).

Caras en las nubes

Los pecados capitales pueden considerarse los extremos de siete categorías muy comunes de comportamiento humano que tienden a provocar enfrentamientos entre las personas. Si todo el mundo se resistiera a esas siete tentaciones concretas, habría menos fricciones sociales, más cooperación y, por tanto, todos saldríamos ganando. El problema es que la naturaleza humana es tal que siempre hay alguien que intenta torcer las reglas a su favor. En cualquier grupo humano lo suficientemente grande, siempre habrá alguien que intente engañar al sistema. Sin embargo, si el grupo comparte la creencia de que el incumplimiento de las normas siempre acabará descubriéndose y los castigos por las transgresiones son adecuadamente severos, entonces el número de personas que actúan de acuerdo con estas tentaciones podría al menos mantenerse en un mínimo absoluto. Los dioses son muy útiles cuando se trata de imponer códigos de conducta a gran escala. Incluso se ha argumentado convincentemente5 que la creencia en un dios o en varios dioses resulta inevitable para cualquier criatura con un cerebro como el nuestro. Teniendo en cuenta algunos de los mecanismos fundamentales del cerebro humano que nos permiten sentir, comprender e incluso anticipar acontecimientos del mundo que nos rodea, la creencia en lo sobrenatural es totalmente predecible. La retrospectiva es algo maravilloso. 

El primer mecanismo que conviene tener en cuenta es la enorme capacidad del cerebro para advertir patrones en el mundo que nos rodea a partir de la información sensorial recibida. A continuación, el cerebro utiliza estos patrones para hacer predicciones y luego actualiza el modelo interno en función de si las expectativas se han cumplido o no. Cuando no funciona como se esperaba, el cerebro se pone a zumbar, corrigiendo el mecanismo que realiza las predicciones para que funcione mejor la próxima vez. por otro lado, si lo que ocurre coincide con lo que el modelo interno del cerebro predijo, entonces se refuerza ese modelo concreto. Estos mecanismos de detección y predicción de patrones nos ayudan a predecir el futuro, no en el sentido de una clarividencia sobrenatural, sino en el sentido de que, si somos buenos detectando patrones, mejoramos nuestra capacidad de anticipar lo que puede ocurrir a continuación.

Veamos un par de ejemplos. Estos patrones pueden operar en diferentes escalas temporales, desde segundos hasta días. Imagina, por ejemplo, que intentas encontrar un lugar seguro para cruzar un río y ves a lo lejos un tramo de agua en el que las ondulaciones de la superficie indican que podría ser lo bastante poco profundo como para cruzarlo. Si llegas hasta allí y te das cuenta de que el patrón que viste en la superficie del agua desde lejos no predecía un buen lugar para cruzar (no era poco profundo en absoluto, sino un remolino de corriente), es posible que decidas ignorar esas ondulaciones en el futuro. Por otro lado, si encuentras un bonito camino de piedras justo debajo de la superficie del agua, sabrás que tu predicción de que un patrón diferente en las ondulaciones de la superficie indica la ubicación de un cruce poco profundo parece funcionar y, por tanto, podría ser útil de nuevo en el futuro. 

Un ejemplo a más largo plazo sería una cadena de acontecimientos sucesivos. Si al suceso A le siguen casi siempre los sucesos B y C, basta con que ocurra el suceso A para estar prevenidos y prepararnos para el C. Digamos, por ejemplo, que el suceso A es que el cielo se abre con un aguacero torrencial, el suceso B es empaparse hasta los huesos y el suceso C es ponerse enfermo en los próximos días. Cuando nuestro modelo interno del funcionamiento del mundo registra la proximidad del acontecimiento A (nubes negras que se ciernen sobre nosotros), podemos ver el futuro, dejar lo que estamos haciendo y tomar medidas para evitar el acontecimiento B (empaparnos) y reducir las probabilidades de que se produzca el acontecimiento C (enfermar). 

Nuestra capacidad para dar sentido al mundo implica miles de predicciones sobre lo que veremos, oiremos, tocaremos, oleremos y saborearemos a continuación, en cualquier entorno en el que pasemos nuestro tiempo y tengamos amplia experiencia. Estos modelos internos del funcionamiento del mundo se van refinando e integrando gradualmente a través de la experiencia. Para los niños, el mundo está lleno de sorpresas. En la edad adulta ya lo hemos visto todo y lo sentimos así porque nuestros cerebros han acumulado una experiencia considerable, mientras que, durante la infancia, todos estos modelos internos eran un trabajo en curso. Nuestros cerebros son máquinas biológicas astutamente evolucionadas que se esfuerzan por minimizar las sorpresas. Con el tiempo, consiguen anticiparse a lo que va a ocurrir, pero no es un sistema perfecto y las falsas alarmas son habituales.

 Tenemos una tendencia innata a encontrar patrones dondequiera que estemos. por ejemplo, hay zonas específicas de nuestro cerebro dedicadas a procesar rostros. Esto nos dota de habilidades extraordinarias que nos permiten, por ejemplo, reconocer al instante la cara de una persona aunque no la hayamos visto en décadas. Sin embargo, también somos propensos a ver caras cuando no las vemos. Un buen ejemplo es la percepción de rostros humanos y otras figuras en las formas completamente aleatorias de las nubes que pasan por encima de nosotros. Como la percepción de patrones significativos en información sensorial sin sentido no suele causarnos ningún daño, nuestra tendencia a detectar patrones que en realidad no existen persiste. Si tales experiencias hubieran provocado por alguna razón la desaparición de nuestros antepasados, esta tendencia habría desaparecido pronto del repertorio de comportamientos humanos. La cuestión es que, a menos que un malentendido sensorial sea mortal, o limite gravemente las perspectivas de transmisión de genes a la siguiente generación por algún motivo, no hay razón para que cambie nuestra tendencia a percibir erróneamente el mundo de forma inofensiva. Nadie ha muerto nunca por ver un dragón en las nubes.

El segundo mecanismo que contribuye a la creencia en lo sobrenatural tiene que ver con nuestro cerebro altamente social, que nos hace propensos a asignar voluntad a las cosas no humanas. Tenemos una poderosa inclinación a relacionarnos con animales no humanos, e incluso con objetos inanimados, como si fueran agentes similares a los humanos. Muchas personas hablan con sus mascotas, a pesar de que los cerebros de los peces de colores, los gatos y los caballos carecen de las especializaciones exclusivamente humanas que sustentan el lenguaje, lo que les impide comprender el significado de nuestras palabras. Durante la adolescencia, mis amigos y yo poníamos apodos a nuestros coches. Hablábamos con ellos en voz alta y los llamábamos por su nombre cuando necesitábamos que arrancaran en un día frío o que subieran con dificultad una cuesta empinada. Estos casos de antropomorfismo son inofensivos. En todo caso, estas conversaciones lúdicas y unidireccionales con nuestros vehículos nos reconfortaban. Creaban la ilusión de que podíamos ejercer algún tipo de influencia sobre una situación en la que estábamos perdiendo el aliento. A falta de una sanción evidente, los propietarios de coches y mascotas siguen obteniendo beneficios emocionales de estas «ilusiones de control». Un hipo cerebral inofensivo. 

Esta tendencia a atribuir voluntad siempre que sea posible parece funcionar incluso con objetos geométricos, siempre que se muevan de forma intencionada. Un estudio clásico de los años cuarenta consistía en mostrar un dibujo animado de un triángulo grande que empieza a moverse hacia un triángulo mucho más pequeño y un círculo. A continuación, el par más pequeño se aleja de la forma más grande a gran velocidad. Los observadores interpretaban la escena como si los objetos geométricos tuvieran pensamientos, sentimientos e intenciones, les atribuían voluntad y solían ofrecer explicaciones del tipo: «el triángulo grande es un matón que se mete con el triángulo pequeño y con el círculo, que corren asustados, pero luego descubren cómo engañar al triángulo grande y escapar».

Disney y Pixar habrían fracasado sin las tendencias humanas gemelas de identificar patrones significativos y asignar una intención siempre que sea posible. Tenemos un montón de áreas cerebrales dedicadas a entender e interpretar las interacciones humanas, y a menudo aplicamos estas interpretaciones a fenómenos no humanos.