Arnold Schönberg, el compositor que no componía para los menos instruidos

Con motivo del 150 aniversario del músico austríaco, que deseaba alcanzar tal popularidad que sus melodías fueran tarareadas por el público, se publica en español su breve «Diario de Berlín».

Arnold Schoenberg tuvo profunda raigambre cultural centroeuropea.

El compositor austriaco, que se encontraba exiliado en Estados Unidos desde 1933, terminó cansado de ser etiquetado como moderno, disonante y experimental.

Esta reflexión la recoge su alumno Josef Rufer (1893-1985) en el ensayo titulado Homenaje a Schönberg, recientemente publicado por Acantilado junto con el Diario de Berlín del compositor, en conmemoración de su 150º aniversario, el 13 de este mes. Rufer añade un comentario revelador, de la misma época, que había encontrado entre los papeles de Schönberg:

“Yo no escribo para imbéciles. Un compositor que compone para el público no piensa en la música”.

meses para organizar el legado del fallecido compositor. Allí, se encontró con más de veinte mil manuscritos, que incluían composiciones, bocetos y textos diversos, además de decenas de dibujos y pinturas. Todo esto lo catalogó en Das Werk Arnold Schönbergs (1959). Sin embargo, en 1974, publicó otro libro, que ahora Acantilado ha recuperado en español. Este contiene el mencionado homenaje, junto con uno de los escritos inéditos más interesantes que descubrió: un diario del compositor escrito principalmente en Berlín en 1912. También incluye un guion radiofónico, conservado en la Biblioteca Estatal de Berlín, donde Schönberg presenta una transmisión de su ópera De hoy a mañana en 1930.

«Diario de Berlín», de Arnold Schoenberg, se publica ahora en español.

En Homenaje a Schönberg encontramos uno de los retratos más completos y fascinantes del compositor. No solo por la pasión y conocimiento con los que se aborda su música, sino por la manera en que se vincula a su profunda capacidad intelectual y a su multifacética personalidad. Rufer explora al teórico musical, al erudito que luchaba contra el antisemitismo y que estaba profundamente interesado en la religión, pero también al poeta, pintor e incluso inventor. Comienza evocando su sala de trabajo en Brentwood Park, que guardaba muchas similitudes con la que conoció en 1919, como su discípulo en Mödling, al suroeste de Viena (hoy un museo).

Un modesto taller de creación musical repleto de gavetas y recipientes hechos con cajas de puros, además de cuadernos que él mismo solía encuadernar. En el lugar destacan las obras completas de Bach, partituras de Mozart y ediciones de las sonatas y sinfonías de Beethoven, a quienes se consideraba su heredero. También menciona diversas curiosidades que encontró, como el diseño de una prensa de encuadernación o una máquina para escribir partituras, junto con el boceto, anterior a 1933, de una moderna autopista con múltiples intersecciones. Además, recuerda otros de sus inventos, como un modelo de billete de tranvía que facilitaba los transbordos o su ajedrez de coalición para cuatro jugadores, que permitía formar alianzas entre ellos.

Rufer presta especial atención al invento por el que Schönberg será eternamente recordado: la música dodecafónica. El compositor le reveló su descubrimiento en el verano de 1921, durante un paseo junto al lago Traunsee, diciéndole:

«Lo que he logrado hoy me asegura un puesto de honor en la música alemana para los próximos cien años».

Se refería a un método de composición basado en el uso serial de las doce notas cromáticas de la escala, surgido tras su ruptura con el sistema tonal. Entre sus documentos, Rufer encontró el primer indicio de este método: un scherzo incluido en el borrador de una sinfonía coral, fechado en mayo de 1914, que luego utilizó en su oratorio La escalera de Jacob. En esta obra, el tema inicial está compuesto por las doce notas de la escala, que repite y varía como una serie, anticipando los procedimientos dodecafónicos futuros.

No es difícil conectar el Diario de Berlín con la inclinación de Schönberg por el autorretrato en su faceta de pintor. Alrededor de 1910, también desarrolló una necesidad similar de registrar sus vivencias. «Por fin he comenzado. Hace tiempo que me lo había propuesto», escribe el 20 de enero de 1912. En ese momento, el compositor atravesaba una crisis creativa tras haber compuesto, a sugerencia de Kandinsky, la pieza Hojas del corazón para soprano, celesta, armonio y arpa, en la que experimentó con el colorido sonoro al musicalizar los versos de Maeterlinck. Sorprendentemente, superó esta crisis el 20 de marzo:

«Pensé que nunca volvería a escribir música»

Al tiempo que reconoce la presión de sus estudiantes («siguen empujándome, tratando de superar lo que les enseño») y el agotador trabajo en su Tratado de armonía («no cabe duda de que la especulación teórica agota la fuente de la creatividad»).

Schönberg interrumpe su diario mientras trabaja en la composición de su brillante ciclo Pierrot lunaire, al que se refiere como melodrama. Solo hará dos anotaciones más, en octubre de 1912 y mayo de 1915, donde comenta sus dificultades con los intérpretes de la obra y con la viuda de Gustav Mahler. El compositor tampoco fue muy constante durante los tres meses que abarca este diario (no en vano lo titula Una tentativa de diario), ya que las fechas van distanciándose cada vez más de los eventos narrados. De hecho, en la entrada del 11 de marzo, cuando intenta resumir lo ocurrido desde el 19 de febrero, escribe:

«Corro el riesgo de no poder continuar con este diario. En el fondo, ya apenas lo es».

A pesar de su brevedad, el diario contiene numerosas circunstancias y opiniones interesantes. Schönberg dedica gran parte del texto a su preocupación por la correcta interpretación de sus complejas partituras («a mi música hay que darle tiempo, no es para gente que tiene otras cosas que hacer»). Reflexiona sobre su ambivalente relación con Ferruccio Busoni («es el hombre más interesante que he conocido hasta ahora») y defiende la música de Gustav Mahler, quien acababa de fallecer («aún no le ha llegado su momento. Hay que hacer algo antes de que sea demasiado tarde«). También menciona el tartamudeo de Richard Strauss, que le dificultaba expresarse con normalidad («perdí los papeles porque estaba empeñado en evitar que me viera como un egocéntrico«), y expresa su cercanía personal y afectiva con su cuñado Alexander von Zemlinsky, además de mostrar su preferencia por su alumno Anton Webern. No faltan sus quejas hacia las editoriales Peters y Universal, ni su malestar con los críticos («tengo que enseñar a los críticos de Berlín, esos cretinos arrogantes, cómo se habla a los artistas«).