¿Cómo morirá el universo? Las hipótesis más fascinantes y escalofriantes de la ciencia

uniLa ciencia contempla diferentes finales para el universo: muerte térmica, Big Rip, sucesión de eones, desintegración del vacío, etc. Más datos futuros permitirán discernir entre estas posibilidades.

En el año 2011, los investigadores Saul Perlmutter, Brian Schmidt y Adam Riess recibieron el premio Nobel de Física por descubrir que el universo se expande aceleradamente. Este hallazgo motivó una profunda revisión de los modelos cosmológicos que describen la evolución del cosmos y llevó a los astrofísicos a repensar las previsiones futuras para su posible final.

Que el universo se expanda puede parecernos sorprendente, al ser un efecto completamente ajeno a nuestra vida cotidiana. Sin embargo, ya en los años veinte del pasado siglo el astrónomo Edwin Hubble descubrió que la mayoría de las galaxias se alejan de la nuestra –así como entre ellas- a una velocidad directamente proporcional a su distancia.

Universo. Foto: iStock

Un universo en expansión tiene una serie de implicaciones muy importantes. En primer lugar, entra en conflicto con la posibilidad de un universo estático y eterno. Si el espacio-tiempo se ensancha constantemente, significa que en un pasado remoto sus componentes fundamentales, las galaxias, se encontraban más cerca. Podemos extrapolar, por tanto, que el universo tuvo un origen y que en el instante inicial todo su contenido se hallaba concentrado en un punto de densidad y temperatura extremadamente altas. Algún mecanismo que aún tratamos de explicar puso en marcha la maquinaria de la expansión hace 13.800 millones de años.

Pero si existen numerosas cuestiones abiertas sobre cómo fue el inicio de todo, desconocemos todavía más sobre cómo será el final. ¿Continuará la expansión de manera indefinida? ¿Se detendrá en algún momento y cambiará de sentido? ¿Igual que hubo una Gran Expansión (un Big Bang), habrá una Gran Colisión (un Big Crunch)?

Un universo abocado al colapso

Que el universo siga un camino u otro depende del balance entre dos parámetros fundamentales: la cantidad total de materia y la velocidad actual a la que se expande, o tasa de expansión, y cómo esta ha variado a lo largo del tiempo cósmico.

En el caso de un universo abocado al colapso, por ejemplo, observaríamos que la expansión era más rápida en el pasado y se ha ido frenando paulatinamente. Es decir, no veríamos detenerse todas las galaxias de golpe y precipitarse hacia la Vía Láctea (ya que su luz tardaría un tiempo considerable en atravesar la distancia que las separa de nosotros). Incluso cuando el universo hubiera empezado a contraerse, todavía percibiríamos durante miles de millones de años que los objetos más distantes se alejan. Sin embargo, las galaxias cercanas sí comenzarían a moverse en nuestra dirección, primero despacio y, más tarde, cayendo en picado a enormes velocidades. Entremedias se extendería una región en la que las galaxias parecerían estar quietas, inmóviles. Esta zona iría creciendo a medida que avanzara el tiempo.

Expansión del universo. Foto: iStock

Reliquia del Big Bang

Podríamos detectar los primeros signos de colapso por la frecuencia creciente con que las galaxias se fusionarían, aumentando de igual forma la cantidad de explosiones de supernovas y de chorros intergalácticos de radiación y partículas energéticas. Pero más preocupante sería el desplazamiento hacia energías mayores de la actual radiación de fondo cósmico de microondas, ese fulgor reliquia del Big Bang. La longitud de onda de esta radiación, estirada durante miles de millones de años por la expansión y que hoy en día se encuentra a tan solo 3 grados Kelvin (-270 grados centígrados), comenzaría a contraerse y, por tanto, el universo empezaría a calentarse volviendo a la temperatura que tuvo en su origen. Este calor de fondo, llegado desde todas la direcciones, provocaría el «incendio» de la superficie de las propias estrellas.

Un universo en colapso sería un lugar mucho más inhóspito que uno en expansión y estremecedoramente amenazante para la vida en cualquier planeta que haya tenido tiempo de desarrollarse.

Con los datos disponibles en la década de 1990 se aceptaba que la expansión era menor que la necesaria para oponerse a la gravedad y que, por lo tanto, nuestro universo estaba destinado a un fatal colapso.

Sin embargo, en 1998 todo cambió. Ese año dos grupos rivales de astrónomos perfeccionaron el procedimiento para calcular la tasa de expansión, que requiere de gran exactitud a la hora de medir distancias cósmicas. Lo consiguieron utilizando medidas de distancia proporcionadas por datos de supernovas. De esta forma descubrieron que el universo no solamente se expande, sino que se acelera de forma exponencial. Fue un hallazgo importantísimo que conmocionó la astrofísica y descartó el Big Crunch como posible final del universo.

Fondo cósmico de microondas. Foto: Wikipedia

A día de hoy, todavía no poseemos una explicación definitiva de lo que causa la aceleración observada. Se suele atribuir a un tipo de energía uniformemente distribuida en el espacio con un efecto repulsivo (antigravitatorio) y dominante en este preciso momento de la historia del universo, en el que la densidad de materia y de radiación se han ido diluyendo en el vacío creciente.

Fue el cosmólogo Micheal Turner el que la bautizó con el nombre de energía oscura a finales de la década de 1990. Turner describió la opción más plausible para este misterioso componente del universo como una energía del vacío, rescatando la formulación matemática de Einstein para una constante cosmológica (aunque con motivaciones teóricas muy diferentes).

Todo depende de la gravedad

Imaginemos que lanzamos una pelota hacia arriba con un cierto impulso. Veremos cómo asciende durante un tiempo para acabar deteniéndose y volviendo a caer por efecto de la gravedad. Algo parecido observaríamos en un universo en el que “ganara” la atracción gravitatoria causada por la materia que contiene. Si lanzamos la pelota a una gran velocidad, mucho mayor que la de escape de la Tierra, saldría del campo gravitatorio terrestre y seguiría moviéndose con velocidad constante para siempre (si viajara por el espacio vacío y sin estar expuesta a ninguna otra fuerza).

Similar sería un universo que nunca dejara de expandirse, ya que no existiría suficiente materia para frenar su expansión. Una tercera posibilidad sería el caso de un universo en equilibrio entre la expansión y la gravedad. Por ejemplo, si lanzamos la pelota exactamente a la velocidad de escape se irá deteniendo de forma infinitamente lenta (asintótica).

Soledad cósmica

Si la energía oscura resulta ser constante, el universo seguirá acelerándose de manera infinita e inevitable hacia un futuro vacuo, oscuro y terriblemente solitario. Llegará un momento en que las distancias entre galaxias aumentarán de tal manera que, desde nuestro punto de vista, parecerá que no existe nada más en todo el cosmos que nuestra propia Vía Láctea. La luz -la información- de las otras galaxias ya no podrá alcanzarnos jamás porque tendría que recorrer distancias mucho mayores que el horizonte hasta el que seríamos capaces de observar. Los astrónomos del futuro no tendrán forma de saber que en un pasado pertenecimos a un grupo de galaxias llamado Grupo Local y que existieron cientos de miles de millones de galaxias. Tampoco existirán estructuras organizadas, como los cúmulos galácticos. Es decir, estaremos sumidos en la más profunda soledad cósmica.

Con el paso del tiempo, las estrellas se consumirán y quedarán solo sus cadáveres: enanas blancas, estrellas de neutrones y agujeros negros. Las enanas blancas serán, sin duda, las más abundantes, ya que son los restos de estrellas de masa media y baja, que son las que pueblan el universo en mayor proporción. Estas se enfriarán y congelarán hasta convertirse, pasados trillones de años, en enanas negras. Los agujeros negros crecerán durante un tiempo engullendo la materia que reste a su alrededor, pero acabarán evaporándose ante la falta de combustible.

Enana negra. Foto: Wikipedia

Si nuestras teorías son correctas, las partículas de las que están hechos nuestros átomos, como por ejemplo los protones, se desintegrarán, con lo que desaparecerá el átomo de hidrógeno, el elemento predominante del universo. Todos los procesos físicos, químicos, geológicos y biológicos se extinguirán inexorablemente. No habrá evolución de ningún tipo. A este escenario se le conoce como la muerte térmica del universo.

Esta es una idea antigua. Fue propuesta a mediados del siglo XIX por Lord Kelvin y desarrollada por William Thompson y Herman von Helmholtz. Se espera que ocurra en unos 1033 años (un diez seguido de 33 ceros) y estará regida por la segunda ley de la Termodinámica. El universo se convertirá en una especie de sopa de calor residual, sin flujo de energía alguno y con entropía máxima (recordemos que la entropía es un indicador del desorden de un sistema y que siempre tiende a aumentar). En física se define el avance de la flecha del tiempo hacia grados mayores de desorden, es decir, hacia entropías mayores. Pero si la entropía del universo llega a un valor máximo, el tiempo como concepto físico dejará de tener sentido. La flecha del tiempo, por tanto, también se difuminará.

Este puede parecernos un futuro poco halagüeño, aunque jugamos con la ventaja de que ocurrirá dentro muchísimo tiempo. Por otro lado, aunque estemos condenados a un futuro aislado, en general, la energía oscura en forma de constante cosmológica no tendrá apenas efecto en las estructuras ya formadas como las galaxias individuales o los sistemas solares. A estas escalas todavía predominará la gravedad.

De qué está hecho el universo

El paradigma cosmológico actual considera la existencia de energía oscura en una proporción del 70 %, de materia oscura en un 25 % y el resto de radiación y materia (la que podemos observar, de la que estamos hechos…) correspondería apenas a un 5 %. Este modelo está validado por todos los datos astronómicos obtenidos hasta la fecha y es comúnmente aceptado por la mayor parte de la comunidad científica.

Mapa de materia oscura. Foto: ESO

Big Rip

No obstante, si la energía oscura no fuera una constante, el final podría desencadenarse de forma dramática y mucho antes de lo previsto. Puede darse el caso de que la energía oscura varíe en el tiempo, aumentando su fuerza a medida que envejece el universo. Este escenario recibe el nombre de Gran Desgarro o Big Rip y, ante él, ni siquiera los sistemas ligados gravitacionalmente podrían sobrevivir. El investigador Marcelo Disconzi en un artículo de 2014 predijo qué fenómenos ocurrirían en este modelo y, lo más importante, cuándo.

Los primeros signos del Big Rip los observaríamos en los cúmulos galácticos, que se irían disipando lentamente. Pero según Disconzi, todavía quedarían unos 22.000 millones de años -como poco- para lo peor. A partir de ese momento, nuestra propia galaxia comenzaría a verse afectada por el creciente desgarro del espaciotiempo. Veríamos que las estrellas de la periferia dejarían de completar sus órbitas normales alrededor del centro y se desligarían para siempre. La Vía Láctea se evaporaría implacablemente.

A partir de aquí, todo se precipitaría. Los planetas exteriores del Sistema Solar trazarían órbitas espirales hacia fuera perdiéndose de vista en la densa negrura. Unos meses antes del final, la propia Tierra se distanciaría del Sol y nos encontraríamos completamente solos en un vacío infinito. Pero no acabaría ahí. Nuestro planeta también sentiría el espacio rasgarse desde sus entrañas y, unas horas antes del final, explotaría.

Incluso aunque hubiéramos conseguido escapar a esta destrucción en una nave espacial, la alegría no nos duraría demasiado. Poco después, los átomos y moléculas que conforman nuestro cuerpo se romperían, así como los núcleos atómicos, que se disgregarían en protones y neutrones, y estos en quarks y gluones. Finalmente, el propio tejido del espacio- tiempo se desgajaría por completo.

El comienzo de un nuevo universo

Podría darse el caso de que, por un mecanismo desconocido, la energía oscura revirtiera la expansión cósmica, volviendo a convertir el Big Crunch en una opción no descartable. Pero podría no ser un colapso como tal, sino más bien un rebote continuado. El universo sería cíclico, pasando por etapas recurrentes de expansión y contracción. En principio, en la relatividad general -la teoría que describe el universo a gran escala- no existe ningún mecanismo que permita transitar de una singularidad final a una inicial.

Sin embargo, los cosmólogos Paul Steinhardt y Anna Ijjas están trabajando en un modelo nuevo que resuelva algunos de estos problemas cosmológicos que nuestro paradigma actual no consigue explicar. Por ejemplo, la razón de que el universo sea tan plano y uniforme a grandes escalas, o el estado extraordinario de baja entropía en que se encontraba el universo primigenio.

Mediante potentes simulaciones, Steinhardt e Ijjas han calculado cuáles serían las condiciones para un universo que primero se expanda durante aproximadamente un trillón de años -impulsado por la energía de un campo omnipresente, la energía oscura- y cuando este se haya diluido al máximo, comience a desinflarse suavemente. Posteriormente, a lo largo de miles de millones de años, se desarrollaría un proceso de contracción que no acabaría en un único punto, aunque su radio sí se encogería hasta un tamaño microscópico. A esta escala se produciría el rebote que llevaría al comienzo de un nuevo universo.

Cosmología cíclica conforme

Otra hipótesis es la formulada por Roger Penrose, ganador del premio Nobel de Física de 2020 y uno de los padres de la cosmología moderna. En su libro Ciclos del tiempo: Una extraordinaria nueva visión del universo apuesta por lo que él denomina la Cosmología Cíclica Conforme, consistente en una sucesión de eones que se solapan en el tiempo y en el que cada Big Bang surge de la muerte térmica del universo anterior. Lo interesante es que Penrose discute diferentes signaturas observacionales que podrían verificar su modelo. Por un lado, estudiando un tipo de anomalías detectables en la radiación cósmica de microondas y, por otro, analizando el «ruido» asociado a las ondas gravitacionales.

Hasta ahora hemos visto cuatro posibilidades para el final del universo, cada una más impactante y más lejana en el tiempo, pero todas ellas dentro de los márgenes de incertidumbre que nos ofrecen los datos actuales. Pero todavía queda una alternativa que los cosmólogos consideran plausible y que, a diferencia de los otros escenarios, podría darse en cualquier momento. Hablamos de la desintegración del vacío o el Big Slurp, y está relacionado con el famoso bosón de Higgs, cuyo campo otorga masa a las partículas subatómicas (a excepción de aquellas que son portadoras de las cuatro fuerzas fundamentales).

Esta teoría, propuesta de forma rigurosa en 1980 por los físicos teóricos S. Coleman y F. De Luccia, sugiere que nuestro universo se encuentra en un estado metaestable o de falso vacío. Esto no sería de extrañar en un principio, ya que sabemos que existen pares virtuales de partículas y antipartículas que se crean y destruyen constantemente en el vacío. Según Coleman, el campo de Higgs, que lo impregna todo, no se encontraría en equilibrio a la menor energía posible, si no es un estado ligeramente excitado.

El problema que se plantea aquí es que una perturbación con la suficiente energía (a niveles del Big Bang) podría desencadenar una verdadera catástrofe, ya que podría formar una burbuja de vacío verdadero que se iría expandiendo por todo el universo a la velocidad de la luz. Toda parte en contacto con ella «preferiría» dicho estado, por corresponder al de menor energía, por lo que pronto tendríamos una suerte de avalancha espontánea en la que todo el espacio decaería cuánticamente. La destrucción es absoluta, extraordinariamente rápida y, lo peor, no hay forma de predecir cuándo esta catástrofe puede ocurrir. Por lo que sabemos, en este momento podría haberse creado ya la burbuja en algún punto del cosmos y estar viajando hacia nosotros.

Por suerte, la cosmóloga Katie Mack en su libro El fin de todo hace una llamada a la tranquilidad: de todas las opciones que existen para el final cósmico, esta parece ser la más improbable. Lo más seguro es que antes de una desintegración del vacío nos acometa la muerta térmica o el Big Rip. O, citando a la propia Mack, «puestos a priorizar nuestras paranoias, es mucho más probable morir por un rayo, un coche fuera de control, una vaca desbocada o un meteorito descarriado».

Lo que parece claro es que el universo tendrá un final, aunque para cuando suceda (si lo hace) habrán pasado millones de millones de millones de años. Una cantidad de tiempo más que suficiente para que el ser humano siga haciendo asombrosos descubrimientos.