Consejos para apoderarse de la verdad

Se trata de un territorio que se arrebata, igual que en otros tiempos se conquistaban tierras, pueblos y hasta imperios; para no perder en esta batalla fundamental, el poderoso contemporáneo debe poseer una retórica implacable

En nuestra época la verdad es un territorio que se arrebata, igual que en otros tiempos se conquistaban tierras, pueblos y hasta imperios. Para no perder en esta batalla fundamental el poderoso contemporáneo debe poseer una retórica implacable.

Resultado de la mera observación aquí se comparten diez principios que han probado ser útiles para garantizar la victoria.

Primero, el poderoso debe repetir hasta el convencimiento que sólo el presente es verdadero. El argumento debe formularse de tal manera que quien le escuche acepte como ineluctable que cuanto provenga del pasado inmediato es una mentira.

No se trata de denostar a la historia remota, sino a los adversarios que, habiendo sido relevantes unos cuantos años atrás, se atrevan a disputar la verdad defendida por el gobierno del presente.

Segundo, antes que combatir los argumentos del pasado hay que dinamitar la reputación de sus voceros. Si no basta con presentarlos como irrelevantes, hay que cargar de adjetivos negativos su obra y trayectoria. Acusarlos, por ejemplo, de retardatarios, reaccionarios, corruptos o cualquier otro término que sirva para arrancarles distinciones, medallas o insignias pretéritas.

Tercero, todo cuanto provenga de la minoría debe presentarse como sinónimo de mentira y, en sentido inverso, la voz del gobierno ha de significarse como la única verdadera. Si se logra catequizar con la premisa de que las mayorías jamás se equivocan, el territorio de la verdad caerá en manos de aquel que cuente con el respaldo más abultado.

Cuarto, también deben considerarse como palabras sinónimas oposición y falsedad. En sentido inverso, sólo lo que provenga del poder es legítimamente verdadero. No importan los argumentos, los datos, las razones, las pruebas o los testimonios porque el solo hecho de que hayan surgido de la boca adversaria es suficiente para descalificarles como meras fabricaciones.

Quinto, si segmentos de la sociedad disienten del poder, han de presentarse a la sociedad y al poder como dos cosas distinguibles y distantes. Acto seguido, con el propósito de asegurarle al poder el monopolio de la verdad, la disidencia social habrá de ser acusada de pertenecer al universo falsario.

Para ello hay que destruir la reputación de la sociedad que se organiza en oposición al poder. Si se está con el gobierno se está con la verdad, en cambio, si se milita fuera del poder es que la mentira moviliza todos los actos.

Sexto, el poderoso debe premiar la lealtad, porque ella también es equivalente de verdad. Si dentro o fuera del gobierno alguna persona disiente ésta debe ser señalada y luego apartada del rebaño. Como en otros tiempos se exiliaba a quienes sufrían la peste, igual ha de hacerse con quien combata el ideario político del poderoso. Siempre sirve como recurso acusarle de conspirador, traidor, ingrato o de plano de haberse vendido a los intereses más abyectos.

Si la disidencia viene de fuera se puede ser más blando que si ésta proviene de adentro. El castigo más riguroso lo merecen aquellos que hayan pertenecido al gobierno. De esta manera se inhibirá que el leal del presente se convierta en el desertor del futuro. También pondrá sobre aviso a los adversarios de siempre, quienes habrán de sopesar los costos de su oposición, comparando su propia suerte con la de aquellos que habiendo sido cercanos al poder se atrevieron a dejarlo.

Séptimo, el gobernante ha de hacer entender a todo el mundo que una crítica al poder, por tímida o tibia que sea, es una crítica a la verdad. Que no se atreva nadie a contrariar la versión del poder porque será exhibido como falsario. Particular enjundia debe ejercerse contra el periodismo, la academia, el análisis experto, los estudios nacionales, los organismos internacionales o los defensores de derechos humanos.

El poderoso debe hacer saber que sólo los datos propios son verdaderos. O, dicho de otro modo, únicamente los datos que confirmen la versión del poderoso habrán de ser avalados. En caso contrario, la información será combatida sin piedad alguna.

Es útil para este propósito montar un estándar doble de prueba. Mientras el poderoso no estará obligado a probar nada, al adversario se le exigirá que exhiba evidencia imposible. Pruebas que, en cualquier caso, habrán de ser atacadas bajo el argumento de que son insuficientes, insolventes o mal intencionadas.

Si es necesario, el poderoso habrá de elevar el rumor, la murmuración y el chisme a rango de verdad irrefutable. A falta de contundencia en este material probatorio, el gobernante prestará con su voz la legitimidad que haga falta. “Tal cosa debe ser creída porque lo digo yo”, repetirá el poderoso sin fatigarse nunca.

Octavo, así como la verdad de la oposición no debe nunca ser tomada como verdadera, igual tratamiento ha de darse al decir de los jueces, en caso de que éstos se atrevan a poner en duda la voz del poderoso. Hay que quebrar al Poder Judicial para que nada contradiga al gobernante bajo el amparo o el razonamiento de la ley.

En caso de que haya contradicción entre el poderoso y los jueces, a la mayoría debe quedarle claro que los tribunales tienden a la mentira.

Noveno, cuando el poderoso logre apoderarse del territorio de la verdad habrá de defenderlo con todas las mentiras que tenga a su alcance. Debe saber que en ese momento ya no hay marcha atrás. Estará perdido el día que deje de ser presente, que pierda reputación frente a sus adversarios, que se convierta en minoría, que pase a ser parte de la oposición, que extravíe el gobierno, que disminuyan sus leales, que deba probar sus dichos o que los jueces contradigan con la ley

su arbitrariedad.

Décimo, el poderoso no debe tener consciencia de que, como cualquier otro ser humano, puede incurrir en el error. Si alguna vez duda de su verdad, es que el fin de su reinado podría estar cerca.