Cuidémonos de la intolerancia

Manifestantes en California exigen un alto al fuego en Gaza. AP

La conmemoración del Día Internacional para la Tolerancia remite necesariamente a un hecho sucedido también en noviembre, hace 28 años: el homicidio del primer ministro de Israel, Isaac Rabin.

Lo asesinó Yigal Amir, identificado como ultranacionalista judío, quien no podía aceptar que Rabin negociara con Yasir Arafat, líder de la Organización para la Liberación de Palestina, las bases para una eventual autodeterminación de Palestina, mediante los Acuerdos de Oslo.

Muchos eran los israelíes y palestinos que celebraban la posibilidad de acabar con el cruento conflicto que sostenían —sostienen— ambos pueblos, a lo que se oponían los extremistas de los dos bandos: los ultraderechistas israelíes y los milicianos de Hamás.

La posibilidad de llevar a buen término aquellos acuerdos se esfumó con el homicidio. La intolerancia destruyó, aquel 4 de noviembre de 1995, una factible ruta de paz de enorme trascendencia no solo para la región sino para el mundo entero. Ese acto criminal e intolerante dañó el futuro y las posibilidades de una vida mejor de millones de personas, incluso de millones que no habían nacido, muchos de los cuales, por cierto, ya han muerto por este conflicto.

Hoy atestiguamos, con aprehensión, una escalada lamentable y dolorosa de este enfrentamiento. La historia pudo haber sido otra, pero es la que es, en gran parte debido a la intolerancia.

Puede decirse lo mismo de otros conflictos nacionales e internacionales o entre comunidades o vecinos e incluso intrafamiliares.

En una aproximación a estos tópicos, Sigmund Freud escribió, en El malestar de la cultura, que hay dos fuerzas que llevan a los seres humanos a unirse para crear una cultura o civilización: Eros y Ananké, el amor y la necesidad.

Estas fuerzas unen solo a una cierta cantidad de personas —llamémosle país, pueblo, tribu, partido político, iglesia, familia, hinchas de un equipo de fútbol—pero excluyen a otras, a quienes se suele percibir como grupos rivales.

De acuerdo con Freud, esto genera necesariamente una aversión hacia el “otro”, un rechazo a quienes no forman parte del núcleo propio, respecto de los cuales, por verlos como una amenaza, se genera una resistencia y a veces una manifiesta intolerancia, que se torna, en casos extremos, en impulsos agresivos que buscan la eliminación total del otro.

Sigmund Freud escribió estas ideas en 1929, hace ya casi 100 años, pero siguen vigentes: enhorabuena que tendamos a unirnos en grupos con base en ciertas afinidades, coincidencias o creencias, pero todo cambia cuando la cohesión de unos implica la exclusión de otros. Más aún, el círculo cerrado puede traer consigo el rechazo y las agresiones hacia los otros, los que tienen la osadía de ser distintos o pensar diferente. Son tan nosotros como nosotros y, sin embargo, son odiados y vilipendiados, acaso temidos o estigmatizados, despreciados o calumniados e incluso perseguidos y asesinados.

La intolerancia acentúa diferencias, asume lo propio como ideal y lo ajeno como indeseable, amenazante y peligroso. La intolerancia aleja a los distanciados y los convierte en enemigos, adversarios que deben ser combatidos y hasta eliminados.

Cuidémonos de la intolerancia, en el mejor de los casos, para que podamos abatir distancias y acercarnos unos a otros o, al menos, para que no nos lleve de la discrepancia y la polarización al artificial y pernicioso odio, que a su vez podría cegarnos hasta impedir que nos reconozcamos como hermanos.

Por Mauricio Farah Gebara