Kelvin VS Darwin, o el día en que la física se enfrentó a la geología

A finales del siglo XIX una polémica sacudió el mundo científico y puso de manifiesto la tensión entre la física y la geología en la estimación de la edad de nuestro planeta.

mediados del siglo XIX las tres leyes de la termodinámica estaban más o menos bien asentadas. De ellas, la que parecía tener más repercusiones tanto científicas como filosóficas era la segunda, que plantea que en cualquier sistema aislado el desorden siempre tiene que aumentar. O dicho de otro modo, que la energía disponible para realizar cualquier tipo de trabajo es cada vez menor.

Entre quienes señalaron a importancia de la irreversibilidad en el proceso de disipación de la energía anunciado por la Segunda Ley los padres estaba William Thomson, hoy más conocido como Lord Kelvin, que la veía como una prueba palpable de la afirmación bíblica sobre el carácter transitorio del universo. En un artículo de 1852, La tendencia universal de la naturaleza a la disipación de la energía mecánica, extrajo las consecuencias que de ello se derivaban para la historia del planeta: “Cualquier restauración de la energía mecánica… es imposible en los procesos materiales inanimados y probablemente nunca sea afectada [la disipación de la energía] por la materia organizada, ya esté dotada de vida vegetal o sujeta al deseo de una criatura animal… Durante un periodo finito de tiempo la tierra ha sido, y dentro de un periodo finito de tiempo deberá volver a ser, inadecuado para la vida humana como hoy la conocemos”.

El físico Lord Kelvin fue el primero en calcular la edad de la Tierra. Foto: Wikimedia

La Tierra se enfría

Sea cuales fueran los procesos que constituyen la historia geológica de la Tierra, ninguno de ellos ha podido sustraerse a la inevitable disipación de energía. Una energía que para el planeta no es una cantidad fija: recibe energía del Sol y radia energía al espacio. Aunque no sepamos de dónde saca la energía el Sol —cosa que no se supo hasta bien entrado el siglo veinte—, una cosa es cierta: no puede saltarse las dos leyes de la termodinámica. Es decir, la cantidad de energía que pueda recibir la Tierra no es ilimitada. Lo que unido a la continua disipación de la energía nos lleva a un futuro donde la superficie del planeta será inhabitable.

Kelvin llevó estos razonamientos un paso más allá y aseguró que la Tierra no había estado siempre aquí. Según él, nuestro planeta se está enfriando continuamente, lo que significa que antes estaba más caliente que ahora. Si nos vamos atrás en el tiempo llegaremos a un momento en que la temperatura de la Tierra era tal que debía tener el aspecto de una roca fundida. La pregunta es, ¿hace cuánto tiempo tuvo que ocurrir esto? Estirando y estirando la teoría de Fourier, Kelvin estimó la edad de la Tierra.

Una Tierra de cien millones de años de edad

Semejante número ponía en un gran aprieto a las teorías de los dos grandes de la geología inglesa, Lyell y Hutton, que hacían hincapié en una estabilidad casi ilimitada del planeta. Sin embargo, sus cálculos no llamaron la atención de los geólogos. Únicamente en 1868, cuando presentó sus estimaciones en una conferencia impartida en la Sociedad Geológica de Glasgow titulada Sobre el tiempo geológico, empezó a ser escuchado.

Los geólogos aceptaron sus cálculos. Habían sido realizados por uno de los físicos más respetados del mundo y estaban basados en una ley fundamental de la naturaleza. Además, y esto era lo decisivo, no contradecía los datos disponibles. Las ideas de Kelvin suscitaron el interés por encontrar una forma de estimar la edad de la Tierra a partir de métodos puramente geológicos. El ritmo de estratificación de las rocas, la deposición de sedimentos, la misma erosión o la salinización marina: todos aportaban resultados consistentes con la edad de Kelvin.

Según Kelvin, la tierra tenía que haber estado mucho más caliente en la antigüedad. Foto: Istock

La guerra entre la física y la geología

Pero la amistad entre física y geología no iba a durar mucho. Kelvin revisaba sistemáticamente sus cálculos y en cada revisión la edad de la Tierra descendía unos cuantos millones de años. En 1876 lo recortó a cincuenta millones y en 1897 Kelvin afirmó que cuarenta millones era demasiado alto y que veinte millones era una cifra más probable. Por su parte, los geólogos habían refinado los suyos y pensaban que cualquier cifra por debajo de los cien millones estaba mal. La historia de la Tierra no podía violar la Segunda Ley, pero tampoco podía violar la evidencia geológica.

Los cálculos de Kelvin proporcionaron a los críticos de la evolución darwiniana —ya fuera científicos o clérigos— una potente arma para la batalla. El propio Darwin veía en la estimación de Kelvin «uno de mis más dolorosos problemas». Alfred Russel Wallace, el codescubridor de la evolución, propuso una aceleración en el ritmo de cambio evolutivo debido a las duras condiciones de la edad de hielo, pero a Darwin no le convenció. Poco podía hacerse. En la sexta edición de los Orígenes escribió: “Sólo puedo decir que, primero, no sabemos a qué ritmo cambian las especies y, segundo, que muchos filósofos no están dispuestos a admitir que sepamos lo suficiente de la constitución del universo y del interior de nuestro globo para especular con confianza sobre su duración pasada”.

Los geólogos no creyeron a los físicos

El bull-dog de Darwin, Thomas Henry Huxley, defendió a la geología, e implícitamente a la evolución, de los cálculos de Kelvin. En una conferencia de 1869 en la Sociedad Geológica de Londres los criticó como resultado de aplicar indudables leyes físicas a dudosas suposiciones iniciales: “Las matemáticas se pueden comparar a un molino de exquisita hechura, que muele materiales de cualquier grado de finura; pero, sin embargo, lo que se obtiene depende de lo que pone; e igual que el mayor molino del mundo es incapaz de extraer harina de trigo de salvado, páginas de fórmulas no dan resultados definitivos a partir de datos aproximados”.

El estudio de los estratos geológicos estaba en contradicción con los cálculos de Kelvin. Foto: Istock

Una argumentación débil la de Huxley que el historiador de la ciencia A. Hallman resumió usando una notación más moderna: “en las matemáticas si entra basura, sale basura”.

Darwin murió en 1882 con esta espada de Damocles colgando sobre su teoría. Durante todo ese tiempo se esforzó por reconciliar sus escalas de tiempo biológicas con las geológicas sin demasiado éxito. Quizá no expresara más claramente sus miedos que en una carta de 1871 a Wallace: “No puedo decir nada más de lo que he dicho sobre los eslabones perdidos. Confiaba mucho en los tiempos presilúreos; pero entonces llegó Sir W. Thomson como un odioso espectro”.

El tiempo demostraría que Kelvin estaba equivocado. No porque sus cálculos estuviesen mal, sino porque no había considerado un fenómeno que aún no había sido descubierto: la radiactividad. Los últimos años del siglo diecinueve y los primeros del veinte presenciaron una revolución en la física. Todo un mundo nuevo, antes oculto, se abría ante nuestros ojos y la radiactividad formaba parte de él.

El descubrimiento de la radiactividad dio al traste con los cálculos de Kelvin. Foto: Istock

La llegada de la radiactividad

En 1904 un neozelandés de nombre Ernest Rutherford, profesor de la universidad McGill de Montreal e infatigable buscador de las posibles implicaciones de la radiactividad en nuestra visión del mundo, había sido invitado a dar una conferencia en la Royal Institution. Kelvin estaba entre la audiencia: “Entré en la sala, que estaba en penumbras, vi a Lord Kelvin entre los presentes y me di cuenta que tendría problemas, pues la última parte de mi charla iba sobre la edad de la Tierra, donde mi postura estaba enfrentada con las de él. Para mi alivio, Kelvin se quedó dormido enseguida, pero cuando llegué al punto crucial, ¡vi al viejo pájaro enderezarse, abrir un ojo y lanzarme una funesta mirada! Entonces una repentina inspiración vino a mi mente y dije que Lord Kelvin había limitado la edad de la tierra, al no tener en cuenta la nueva fuente de calor ahora descubierta”.

Kelvin, con más de ochenta años, reconoció rápidamente la importancia del efecto de la radiactividad en sus cálculos, pero no creyó que eso los invalidaba. No fue consciente de las tremendas energías liberadas en la desintegración radiactiva, y en su opinión los átomos remitían la energía que habían recibido en forma de calor de la materia circundante. Los átomos radiactivos no constituían, por tanto, fuentes de energía térmica; únicamente la reciclaban. Resulta irónico que tal visión, aunque compatible con la primera ley, representase una flagrante violación de la segunda, con el agravante de haber sido cometida por uno de sus descubridores. Y aunque en privado reconoció que sus cálculos deberían ser rehechos teniendo en cuenta el nuevo descubrimiento, jamás lo afirmó públicamente, posiblemente porque consideraba su trabajo sobre la edad de la Tierra la pieza más importante de su producción científica. Fue un triste final a una brillante carrera.