La critica Antirracista

La crítica antirracista

La crítica zapatista hacia el carácter racista del Estado y de la sociedad mexicana atentó contra el proyecto nacional del mestizaje. Y lo hizo en dos sentidos. Por un lado, por el hecho de que el mensaje central del proyecto mestizante era que no puede ser tachado de racista un país que basa orgullosamente su identidad en la mezcla de sangres y de culturas. Por otro lado, por el hecho de que este mensaje, llevado a la práctica por múltiples instituciones, había penetrado en forma muy eficaz en las conciencias y los sentimientos de porcentajes muy elevados de la sociedad mexicana. 

Imagen: Archivo

A lo largo de casi todo el siglo xx, esta sociedad, sus instituciones e incluso sus intelectuales mostraron un acuerdo, a veces tácito y a veces explícito, en el sentido de que el México mestizo no era racista. Ni siquiera los pueblos indígenas hablaban de racismo. Este se volvió así un no tema, e incluso un tema tabú. Si bien de manera lenta y accidentada, fue a partir de la denuncia zapatista que ciertos sectores del país fueron haciendo suya la crítica al racismo y fueron empujando una agenda antirracista. Entre ellos se encuentran una parte del movimiento indígena, de la academia, de las ong y de aquellas instituciones del Estado abocadas a la defensa de los derechos humanos y al combate contra la discriminación. 

Algunos de los temas que han sido explorados gracias a ello han sido, por ejemplo, que si bien cientos de miles de indígenas y de afrodescendientes se habían unido a la causa de la Guerra de Independencia y habían asegurado de muchas maneras su triunfo, ellos no fueron convocados a opinar acerca del carácter del proyecto mestizante de nación étnica. En lo que toca a los esclavos de origen africano, convertidos en ciudadanos mexicanos tras su liberación de la esclavitud en 1829, fue paradójicamente a partir de ese momento cuando el nuevo Estado-nación dejó de tomarlos en cuenta en su especificidad. Por el contrario, el modelo de nación cívica liberal los lanzó a convertirse en masas mexicanas, a fundirse en ellas y a mantenerse y sobrevivir como mejor pudieran. Esta población no era nada insignificante desde el punto de vista demográfico. Se calcula que en 1810 era, después de la indígena, el segundo grupo más numeroso del nuevo país. Por otra parte, los afromexicanos no fueron considerados de ninguna manera como una de las vetas sobre las cuales habría de moldearse la «raza mexicana mestiza».

En resumen, fueron invisibilizados tanto por el igualitarismo jurídico liberal de la nación cívica como por el proyecto mestizante de solo dos vetas que le dio sustento a la nación étnica. La Revolución Mexicana no los sacaría de la invisibilidad. Tampoco lo harían los gobiernos más progresistas del siglo xx y, finalmente, en 1994, el ezln no habló tampoco del racismo antinegro mexicano. Solo en 2015, tras un largo proceso de lucha, esta población fue contada en la ya mencionada Encuesta Intercensal, y México tuvo que reconocer que hay mexicanos y mexicanas que, tal y como fue fraseada la llamada «pregunta afro» en la Intercensal, «por su historia, tradiciones y cultura se consideran negros, afromexicanos o afrodescendientes». Y finalmente, el 9 de agosto de 2019, después de mucho trabajo de discusión, negociación y cabildeo, se aprobó una nueva modificación al artículo 2 de la Constitución, reconociendo a las comunidades afromexicanas como parte de la multiculturalidad mexicana y como sujetos de los mismos derechos colectivos reconocidos a los pueblos indígenas unos años antes: libre determinación, autonomía, desarrollo e inclusión social. Hoy en día, en las organizaciones y comunidades afromexicanas se construye también una agenda antirracista.

En lo que concierne a los pueblos indígenas del México de la segunda mitad del siglo xix, a ellos les fueron impuestas medidas de carácter económico, político y cultural de corte netamente liberal. Los dirigentes liberales –entre los cuales estaba el presidente indígena zapoteco Benito Juárez– estaban convencidos de que estas medidas habrían de fomentar la plena integración de los pueblos originarios a la nación mestiza y los habrían de liberar de atavismos culturales y organizativos que en nada los beneficiaban en ese nuevo contexto. Por una parte, la nación cívica dejó de considerar a cada persona indígena como perteneciente a un «pueblo o nación indígena», como sí se hacía en la Colonia, y la ley constitucional aplicó a cada uno de ellos y ellas –como lo hizo con cualquier otro ciudadano mexicano– el igualitarismo jurídico característico del modelo liberal de garantía de los derechos civiles. Por otra parte, la construcción de la nación étnica a la que procedieron las elites en torno de la «raza mexicana mestiza» –de la que estas personas y pueblos eran supuestamente una veta fundamental– se llevó a cabo sin pedirles su opinión y sin contar con su aprobación. Es fundamental no leer los años que corrieron entre 1850 y 1960 con los ojos y las mentes de hoy. 

Es fundamental considerar que esa época histórica estaba lejos de aquella en la que empezamos a vivir hace apenas 30 años. No hay que olvidar que fue solo en la década de 1990 cuando empezamos a presenciar el reconocimiento, a escala internacional y nacional, del carácter multi o intercultural de muchos Estados-nación. La elevación a carácter de ley del respeto a la historia, las razones, el territorio, las instituciones culturales y jurídicas de los pueblos indígenas y su derecho a la autonomía y a la autodeterminación data de hace apenas tres décadas. 

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Hoy estamos observando hasta qué punto el ingreso jurídico de México en la era de la multiculturalidad no ha logrado derrumbar el sólido edificio identitario mestizante nacional. También hasta qué punto esta forma de multiculturalidad no ha roto con el racismo histórico en contra de los pueblos y comunidades ya reconocidos de manera formal como étnicamente diferentes y como sujetos de derechos colectivos, pero no beneficiarios plenos, en la realidad, de estos derechos. En la actualidad, por ejemplo, el régimen de turno lleva a cabo grandes proyectos de infraestructura energética o turística sin respetar el derecho constitucional de los pueblos a la «consulta libre, previa e informada». Como dice la dirigente e intelectual indígena maya-cachiquel Emma Chirix: «cuando en Guatemala vienen a hablar conmigo de multiculturalidad, les digo, si quieren hablar de eso, primero hablemos de racismo». En el México de hoy, que ya es consciente del racismo agazapado y escondido tras el proyecto mestizante, se escucha frecuentemente que una vez que nos deshagamos de este proyecto, se acabará el racismo en este país. La prestigiosa académica y activista antirracista guatemalteca Marta Casaús Arzú escribe que su país rechazó «el proyecto mestizo de nación y emprendió un proyecto de enaltecimiento únicamente de lo criollo, y despreciativo tanto del mestizo como del indígena». En varios seminarios ella ha añadido que eso ha llevado a un racismo de tal virulencia que este derivó, en 1983, en un brutal genocidio, cuya reedición los pueblos indígenas guatemaltecos temen sin cesar. El racismo mestizante mexicano ha atacado duramente a indígenas y afromexicanos. Otros racismos no mestizantes latinoamericanos que, como el guatemalteco, son de corte decimonónico más clásico y no mestizante, no han sido menos violentos contra estos pueblos, y es probable que lo hayan sido más.