Una historia de Europa (LXX)

Una historia de Europa (LXX)

El siglo XVII europeo fue a un tiempo fértil y sangriento. Fértil en lo que se refiere a ideas políticas, comercio y cultura; y sangriento porque una guerra atroz, la llamada de los Treinta Años, asoló el continente. “Este es el siglo de los soldados”, escribió en 1640 el guerrero y literato italiano Fulvio Testi, y no le faltaba razón al fulano. Sin embargo, aunque dicho en frío suene raro, ese tiempo de crisis general, la guerra y el desorden que lo impregnaron todo fueron también (cosa frecuente en la historia de la Humanidad) un estímulo cultural y de progreso, pues además de convertirse en argumento para la literatura, la música y el arte, alumbraron ideas políticas y sociales nuevas, así como grandes avances científicos y técnicos. Y qué quieren que les diga. No hay mal que por bien no venga, y tales son las

El caso es que las burguesías más avanzadas, las que daban riqueza a los países y de comer a la peña, se zambullían sin reservas en la doctrina mercantilista, convencidas de que la fuerza y el prestigio de un país no residían en la providencia divina (los papas y la Inquisición les quedaban muy lejos), sino en las reservas de oro y plata procedentes de ultramar; que aunque eran traídas de América por España, una hábil política económica exenta de prejuicios (neerlandeses e ingleses fundaban compañías de navegación y vendían productos incluso a los enemigos), hacía posible que esos metales preciosos acabaran en los depósitos bancarios de Londres o de Ámsterdam. Se tejía así una red internacional de armadores navales y negociantes que no estaban oprimidos y desangrados a impuestos por el Estado, sino vinculados a él por los mismos intereses: prosperidad y viruta a cambio de libertad, respaldo oficial y seguridad jurídica, concepción laica de la naturaleza, derecho separado de la religión y política alejada de la teología. O sea, auténtica y práctica tela marinera. Todo eso, claro, iba a tener consecuencias: respeto al pensamiento independiente, refuerzo de la unidad nacional e influencia decisiva de una burguesía con maneras, digna en cuanto a forma y espíritu, que acabaría disputando a los monarcas el ejercicio del poder absoluto. Y esa modernidad comercial, cobijada bajo las nuevas ideas políticas y sociales, se vería reforzada por la revolución científica, en un siglo que, aunque empezó fatal en términos generales, acabó siendo el de Kepler, Galileo, Torricelli, Pascal y Harvey, entre muchos otros nombres ilustres. Y, por supuesto, gran siglo de Isaac Newton, el más influyente científico de la historia, que al publicar en 1687 sus Principia Mathematica revolucionó una visión del mundo que se había mantenido casi inmutable desde Aristóteles y Tolomeo.